El peso de una etiqueta

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«Las cadenas de la esclavitud solamente atan las manos: es la mente lo que hace al hombre libre o esclavo», Franz Grillparzer

Tengo alas. Puedo volar. ¿Por qué no vuelo? ¿Qué me ata al suelo? ¿Cómo puedo librarme de estas cadenas que me impiden volar?

La libertad puede entenderse de diversos modos. Algunos muy sencillos y otros muy elaborados. Centrémonos en los primeros. Como un proceso, distinguimos en una primera fase, la libertad negativa (liberarse de), de una segunda fase, la libertad positiva (liberarse para). Tú puedes tener alas pero hasta que no te libras de la cadena que te ata a una estaca no puedes volar. Una vez te liberas de ese lastre, tienes la libertad de elegir volar o no hacerlo.

También podemos distinguirla como un estado interior (libertad psicológica) o como un estado exterior (libertad corporal). Uno puede sentirse libre encerrado en la cárcel o considerarse esclavo corriendo por el campo.

Por lo general, cuando no deseamos reflexionar sobre nuestra situación mezclamos los diferentes usos de la palabra libertad y así encontramos excusas para no cambiar nada al respecto.

En esta entrada utilizaré la palabra etiqueta con un sentido muy preciso, la quinta acepción que tiene en el diccionario de la RAE: Calificación estereotipada y simplificadora

Una etiqueta es un nombre corto que nos sirve para identificar fácilmente cosas, personas o sus partes. Cuando vemos un edificio, por ejemplo, y nos preguntamos «¿qué es?», lo normal es buscar una respuesta simplificadora: «es una biblioteca». Y no nos complicamos más. Lo damos por bueno. Así funcionamos mecánicamente la mayoría del tiempo. Y como es tan mecánico (nesciente), no le prestamos atención al proceso de etiquetar que activamos constantemente sin darnos cuenta.

Cuando queremos definir o identificar algo solemos utilizar el verbo «ser» acompañado de un nombre o un sustantivo: «este señor es el jefe», «ese animal es una cobra», etc. Este mecanismo de identificación tan común no genera ninguna controversia. Simplificamos la realidad y la hacemos más llevadera. Nos permite liberar energías para lo realmente importante.

Otro uso de la etiqueta, bastante más controvertido al introducir cierta carga subjetiva, lo encontramos a la hora de atribuir cualidades físicas o de carácter a alguien. Para este proceso se utiliza el verbo «ser» acompañado de un adjetivo calificativo: «Pepe es alto», «Lorena es muy simpática», etc.

Toda etiqueta contiene expectativas de cumplimiento que suponen una carga añadida a la etiqueta. Se espera del jefe que sea alguien que mande, de la cobra se espera que amenace, de alguien alto se espera que no tenga dificultades para coger cosas elevadas o se espera que alguien simpático tenga una sonrisa permanente. Y cuando no se cumplen las expectativas, reaccionamos de modo diferente en función de cómo nos implicamos personalmente en las mismas. Si decimos de Lorena que es muy simpática y un día se levanta con mal pie, respondiéndonos mal, nos sentimos especialmente desconcertados: «no esperaba esto de ti, lo mismo no eres tan simpática como creía». La gestión de las expectativas es un asunto crucial que pasa desapercibido cuando actuamos nescientemente. Creamos expectativas sobre algo y todo lo que se aleje de esa idea nos va a afectar, positiva o negativamente.

¿Qué ocurre cuando la carga de la etiqueta es negativa? ¿Qué pasa cuando atribuimos cualidades socialmente negativas? ¿Y qué pasa cuando convertimos una cualidad -algo que se tiene o no se tiene- en un modo de ser? ¿Qué diferencia sutil existe entre decir de alguien que «es muy borde» (adjetivo calificativo que alude a la cualidad del carácter) o decirle que «es un borde» (sustantivo)?

Muchas veces sostenemos un pensamiento contradictorio. Por lo general, rechazamos virulentamente el uso indiscriminado de etiquetas para definir o atribuir cualidades a las personas. Entendemos fácilmente que todas son algo más complejo que las posibles atribuciones que puedan hacerse. Sin embargo, y como comento más arriba, nuestro modo normal de funcionamiento es ese que rechazamos. Estamos todo el día etiquetando cosas y personas. Vigilamos poco ese proceso y casi nada las implicaciones que tiene el mismo. No valoramos qué consecuencias trae, por ejemplo, el identificarse fuertemente con una etiqueta. Si tú te identificas con una cualidad como la simpatía, dirás de ti que «soy simpático». Eso, por lo general, no tiene mayor importancia si no vas enseñándola en cualquier situación, sea o no pertinente hacerlo. Y tampoco tiene mayor trascendencia porque la cualidad de ser simpático -tener simpatía- no tiene una consideración elevada dentro de nuestra escala de valores. El ser humano suele darle mayor trascendencia a cualidades como la inteligencia, la bondad, la habilidad y, en estos tiempos modernos, a la belleza, la riqueza o la posición social que a los rasgos de carácter de una persona. 

El peso de la etiqueta variará en función del valor que se le dé al sustantivo o al adjetivo que acompaña al verbo «ser». Las expectativas asociadas a la etiqueta serán enormes en el caso de cualidades que consideramos más intrínsecas y permanentes de la personas (para las que usamos los sustantivos), e irán reduciéndose a medida que esas cualidades se vean como algo más externo y efímero (con adjetivos).

Reflexionar sobre el peso que tiene una etiqueta y, sobre todo, de las consecuencias que nos pueden afectar por el uso indiscriminado y nesciente (no consciente) de la misma es un ejercicio muy recomendable porque nos evita muchas situaciones incómodas y muchos enfrentamientos innecesarios.

Un ejemplo muy claro se produce con las ideas. Las ideas son cosas que se tienen. Tenemos ideas, no somos nuestras ideas. Podemos atribuirnos la cualidad de tener buenas ideas y ponernos esa etiqueta. Ahora bien, cuando ese nivel de identificación es máximo, ocurre que no distinguimos nuestras ideas de nuestra persona, y en las conversaciones, diálogos, debates o discusiones sobre ideas nos vinculamos tanto a eso que «tenemos» y nos «define» que cuando atacan una de nuestras ideas lo interpretamos como que nos atacan a nosotros mismos, reaccionando en consecuencia.

Estos mecanismos subyacentes que nos hacen identificarnos fuertemente con determinadas etiquetas, dependiendo emocionalmente de su «vida», suelen suponer un peso que nos encadena a determinados objetos, restándonos libertad psicológica. Para salir de ese círculo vicioso es necesario cultivar el desapego, que no es más que la separación real entre lo que somos y lo que tenemos. Entre lo que nos define esencialmente y lo que nos atribuimos con mayor o menor consciencia. Si somos capaces de tener una imagen, una idea o un concepto de nosotros mismos debemos ser capaces de entender que quien tiene esa imagen, idea o concepto es diferente de la imagen, idea o concepto. Que el observador es diferente de lo observado y del propio proceso de observación. Nuestra libertad positiva psicológica lo agradecerá. Volaremos porque elegimos volar y porque nos hemos liberado del peso de las etiquetas que lo único que hacen es simplificarnos.


5 respuestas a “El peso de una etiqueta

  1. Es reconfortante leer tus artículos, más bien, tus análisis de cuchillo. Hacen reflexionar, aprendo nuevos enfoques, no hacen caer en la autocomplacencia.
    Crítico (por favor, ¡porque hay tan pocos ahí fuera en general!), contrastado, conciso, preciso. Profundo. Llega donde tiene que llegar, no como los empastados de mantequilla… Es escaso lo que se puede leer en la red (o que yo haya encontrado) que al final del artículo no piense que eso era la introducción… O tesis o hasta libros relacionados con el tema, con muchos datos, muchas citas y muchas páginas, que no llegan a nada o a una conclusión ínfima.
    ¡Es una gozada leerte! ¡Gracias por escribir y compartir!

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